Las personas que me conocen dicen que no lo aparento, pero las que sí que me conocen saben que soy un buen chaval con alma punk, y es por eso que los mejores recuerdos del colegio me los evocan gamberradas varias; hoy empezaremos con una suave. Es una anécdota que hace mucha más gracia vivirla que contarla, por lo que pido disculpas si no os gusta.
Valentín era nuestro profesor de Literatura, tan avanzado en edad como maniático de las manías. Extremada e inadecuadamente feminista, con una mente tan calenturienta como los demás curas, con trastornos maniático-compulsivos (dicen las malas lenguas que se depilaba la parte extrema de los dedos, para coger la comida sin ascos), y para mi gusto demasiado de derechas en las formas. A pesar de todo, cada uno es como es, y posiblemente Valentín fuera uno de los pocos curas del colegio que no
tenía el corazón tan negro como los pulmones de Rafa C.
También se trata del hombre que estuvo a punto de matarme de no-risa. Había oído de gente que se había muerto de risa, pero de aguantársela … Pues me hubiera jodido oyes.
El caso es que en una ocasión tuve la ocasión de devolvérselas todas juntas. Os meto en harina.
En 3º BUP nos dejaban elegir entre ramas optativas; la elección era pequeña, pero se podía elegir entre asignaturas que no recuerdo, y que casi seguro eran Física-Química o bien Literatura. En ese curso nosotros ocupábamos un aula, y la contigua era empleada por los de 3º B solo para las clases de Literatura con el susodicho Valentín. Además de Valentín, los
protagonistas de la historia somos Alberto B., Miguel Ángel Cas, y un servidor.
Resulta que en aquella época nos juntábamos con Sergio V., de 3º B, porque también era del barrio. Ahora no sé si se llamaba Sergio, así que os aclaro que el apellido empieza por «Villu», y acaba por «endas», de eso sí que estoy seguro, aunque no daré más pistas. Comentando las virtudes y los defectos de nuestros profesores, llegó el turno de «pelar» a Valentín.
Recordábamos lo tiquis-miquis que era, y entonces Sergio V. soltó: «Sí. Como lo pesado que se pone con el puto radiador».
¿Qué radiador?, pregunte yo. Y entonces nos explicó que el radiador que interconectaba ambas clases hacía un ruido enorme en el aula de Valentín cada vez que alguno de nosotros se apoyaba o tocaba el radiador, aunque en nuestra clase no percibíamos nada. Nos aseguró que el ruido llegaba a ser realmente molesto. Si me comentó esto un viernes por la tarde, me pegué todo el fin de semana esperando ansiosamente la llegada del lunes.
El lunes a última hora, por fin, entraban los de letras de 3º B a la clase contigua. Ahora se las iba a devolver todas, ahora. Como cantaba Tijuana in Blue en «Urroztarra»: «El partido comenzó, la afición en posición…»
Con la risa nerviosa de haber aplazado mi dulce venganza durante tres días comencé a golpear con suavidad el radiador, disfrutando del momento. Cada poco, como el buen vino. Como en el ambiente de una larga velada, me fui desmadrando y poco a poco los golpes eran más fuertes. Cada minuto que pasaba me acordaba de la mala hostia que se le tenía que estar poniendo al oír el ruido molesto del radiador (que yo en ese momento, solo alcanzaba a imaginar), y de la murga que había tenido que soportarle yo a él durante dos años. Él seguía sin pasar a quejarse a clase, así que yo cada vez pegaba más fuerte; en medio de la clase, Alberto B. y yo teníamos montada nuestra fiesta particular. Los golpes al radiador iban «en crescendo» en
sintonía con mi ácida risa; si cuando Roberto A. se apoyaba en el radiador, a Valentín le chirriaban los dientes, con las hostias que le estaba metiendo yo tenía que estar cagándose en la pluma de Garcilaso. Finalmente, tras media hora de «calentamiento» decidí acabar la sinfonía con un excelso «do de pecho»; me volví excitado sobre mi silla hacia el radiador, y con los dos pies comencé a patearlo con entusiasmo … ¡Alerta roja!, casi reviento el radiador y entonces me ví el puro encima. El radiador retumbaba ya violentamente ¡en nuestro propio aula!; Sandra A. y Jorge A. (los primeros de la fila) se volvían preocupados hacia atrás al ver el radiador vibrando a punto de salirse de su retención; entonces me dio miedo haberlo jodido, pero no podía aguantar la risa de saber cómo tendría que ser el ruido en la otra clase si en la nuestra ya era escandaloso.
A los pocos segundos, conmigo muerto de risa en la mesa, venía lo bueno. Toc toc toc!, Pom pom pom pom!. «Ya están aquíiiiii» que diría Caroline en Poltergheist. El señor Valentín llamaba apresuradamente a clase, abría impaciente la puerta y preguntaba (formalmente) con un nervioso «¿se puedeeeeee?». Comenzó a preguntar qué quién le estaba cascando al radiador; yo torcido de risa no estaba en posición de responder, ni ganas tenía. Insistió, pero yo callao como un putas. Y con el dulce sabor de la venganza en la boca.
«¿Quién ha sido?. ¿No habrá sido usted, C.?», dijo Valentín, refiriéndose a Miguel Ángel C. Para mearse. Que si había sido el bueno de Miguel Ángel C., que estaba ¡en la tercera columna, y a tres metros del radiador!. Aquello fue el colmo.
Alberto B. y yo rompimos a reír, mientras M.A.C. defendía su (obvia) inocencia, corroborada inmediatamente por mí. Dirigiéndome a Valentín me autoinculpé y le expliqué que «me había apoyado un poco en el radiador, y que quizás el ruido sería por eso …»; aún me estaba riendo del incidente, y no podía contenerme ya la risa. Si se creía que solo me había apoyado en el radiador provocando ese infernal ruido era para mearse, pero lo de echarle las culpas al pobre M.A.C. era ya absolutamente paranormal.
«¿Así que se ha apoyado en el radiador, eh, A.?». – «Sí, así es», le respondí yo. De repente mira de reojo de nuevo a Miguel Ángel C. y le insiste: «Porque … ¿no habrá sido usted, C.?». ¡Aquello fue la bomba!, ¡qué concepto tenía que tener Valentín del pobre M.A.C. para pensar que había sido él, cuando yo estaba autoinculpándome, y era absolutamente imposible que el susodicho llegase al radiador, insisto, desde la TERCERA COLUMNA!. Alberto B. y yo estábamos que no nos teníamos.
Alternando algunas sílabas que acertaba a pronunciar, con multitud jajajás, me volví a hacer entender, explicándole a Valentín, que «había sido un accidente». El radiador aún estaba temblando …
Lo que vino después, fue, sencillamente, subrealista:
«Verá, A. Yo no quiero que piense que paso a quejarme por cualquier motivo, ni que le tengo manía. Es que verá, cada vez que ustedes se apoyan en el radiador, se oye mucho ruido en mi aula, y se me hace muy difícil continuar con la clase. Para que vea que no estoy exagerando, ¡venga, venga!, ¡pase a este aula, A.!»
» No padre, por favor. No será necesario. Si usted me dice que hace ruido, yo me lo creo, en serio. ¿Por qué no lo iba a creer?». Lo que me faltaba. Que me hiciera pasar a oír el ruido de marras a la otra clase. No estaba seguro de lograrlo sin mearme en los pantalones, pero …
«¡No, no, nooo!. ¡Insisto, A.!. ¡Venga, veeeeeeeenga!, pase por favor, pase, ¡verá qué ruido hace el radiador, verá!»
«Pero si yo no …, »
«¡Paaaaaaase, paseeeeeeee, venga para acáaaaa!», esto con gestos elocuentes de que efectivamente, tenía que acercarme a comprobarlo.
Dios mío, conseguí arrastrarme pretando el morro y aguantando la respiración hasta la puerta, a la que me agarré para no caerme de la risa. Torcido, como estaba, con la cabeza metida en el otro aula para que Valentín no me viera reírme, me encuentro a todos los de letras de 3ºB, incluido Sergio V., con las manos sobre la mesa, absolutamente serios, mirándome fijamente. Y yo meándome de la risa como en el tablao de un teatro, con todos los «espectadores» mirándome muy serios mientras yo me partía la caja. «Estos tíos deben estar pensando que soy tonto, de qué se reirá este gilipollas …» y aún me entraba más la risa, cuanto más miraba a los alumnos de «bé»
En ese momento, Valentín le dice a Alberto B. (que aguantaba las risas como podía) que le empiece a pegar al radiador. Yo me preparo para lo peor. Alberto B. le da dos o tres golpes tímidos, muy flojos. Pero en la otra clase el radiador suena así:
BARRRRRRRRRRUUUUUUUUUUUUUUUUUUUMMMMMBLARUMBLARUMBLAARUMBLAAAAAAAAAAAA
La verdad es que no esperaba que se produjera una explosión nuclear dentro del radiador, así que rompí a reírme otra vez, a mandíbula batiente, con la cara completamente roja, agarrándome a medio cuerpo, colgando de la puerta, con los de la otra clase imperturbables como marcianos, que seguían sin comprender qué me hacía tanta gracia. Me cabía un pan por la boca; con dolor de tripas, y conteniéndome como pude, acerté a levantar la cabeza y suplicar a Valentín: «Padre, ya está, ya lo he comprobado. Es cierto que hace mucho ruido, tenía usted razón. Pero por favor … no siga».
«No no, noooooooo, A. Espere que no ha visto nada. ¡Alberto B., déle sin miedo, déle, ya verá!»
El pobre Alberto B. no se tenía en pie tampoco, y empieza a golpear más fuerte el radiador. En la otra clase continúa el espectáculo: BABABABABABAAAAAAAAAAAAAAARRRRRRRRRRRRRRRRRRRRRRRRRRUUUUUUUUUUUUUUUUUUUUUUUUUUUUUUUUUMMMMMMMBLAAAAAAAAAA…. El ruido es más fuerte que la anterior vez, y yo me derrumbo sobre la puerta, y cuando apenas puedo contener las carcajadas, ya por mi boca solo acierto a soltar entre sollozos, súplicas a Valentín: «Poooor favoorrr…., por favoooor, vale yaaaaa….»
Me sostengo inclinado sobre la puerta que separa ambas clases, mientras el alumnado de B continúa observándome impertérrito, observando cómo me retuerzo con la cara roja, entre muecas de risa y dolor de estómago, con la misma cara de «definitivamente, este tío es gilipollas». Se comportaban como si de verdad les importara la clase que estaban dando, y que
el inoportuno radiador había interrumpido.
Cuando creo que la pesadilla ha acabado, veo a Valentín excitado acercándose a Alberto B. gritando «¡Pero déle, hombre, déle fuerte, déle, déleeeeee!» mientras Valentín comienza a aporrear salvajemente el radiador. Aquello era completamente surrealista; la otra clase parecía que se iba a caer. Mis golpes que habían sido aún mucho más fuertes; la imagen de Valentín aporreando el radiador; las sospechas que inexplicablemente había levantado el bueno de M.A.C., y las caras de huevo de los de 3º B mirándome como en el juicio de Nürnberg, pudieron conmigo.
Estuve riéndome toda la tarde, creo que hasta ahora.
Desde ese día hasta que acabó el curso (lamentablemente quedaba poco ya) cada vez que daban Literatura en la otra clase, les obsequiaba con mis golpes; muchos, para ser molestos, pero no tantos como para que Valentín pasara de nuevo a quejarse.
Cada vez que me venía a la mente Valentín diciendo:
«¡separen las mesas un palmo!», ¿quieres un palmo?, ¡pues toma palmo! ZACAAAA, hostión al radiador.
«¡abran las ventanas!, ¡pero solo dos dedos!», ¿solo dos dedos?, ¡aquí los tienes!, ZACAAAAAAAAA, hostia al radiador…
«¡inclinen las persianas 45 grados!», ¿45 grados?, ¡toma, aquí están los 45 grados!, ZACA, hoooostia al radiador
«¡las manos sobre el pupitre!, ¡no se apoyen la cara!», pues nada hombre, las manos sobre el pupitre, haaaaala, hostia al radiador.
Y por supuesto, cada vez que esa absurda y trasnochada feminista de Emilia C. me ponía malfollao en clase de Química/Física, hostión al radiador.
Y hasta aquí hemos llegado. Los próximos episodios serán sin duda más entretenidos; o en su defecto más cortos:
EPISODIO 2 – Ailof júligan. ¿Nadie va a hablar del pasaclases?
EPISODIO 3 – Luis Domeño en la pista de atletismo. Cosas que no sabéis (J.J. in memoriam)
Os invito a participar con los vuestros. ¿Os animáis?