Os iba a contar un rollo de estos míos, pero es ya la 1:30 pasadas, así que os cuento una anécdota cortita que le ha ocurrido a mi mujer esta mañana (domingo). Estaba élla en el kiosko intentando comprar el Heraldo de Aragón y se le han colado tres críos de menos de 10 años (dos niños y una niña), completamente emocionados; uno de éllos estaba emocionado con unos muñequitos coleccionables de Messi o algo así, y acosaba sin piedad a la dependienta haciéndole preguntas: que si llevan porterías, que si tal, que si cual. A mi mujer, que le encantan los críos, no le ha importado y ha observado con curiosidad la escena. El niño ha insistido en comprar todos los muñequitos de la colección, muy emocionado y como si le fuera la vida en éllo; los tres llevaban un helado gigantesco de triple bola y una enorme cara de felicidad. Ante la extrañeza que han levantado, el chico «del Messi» ha explicado el misterio: se habían encontrado un billete de 50 aurelios y se lo estaban fumando sin piedad; la niña, que era la mayor, hacía de administradora de bienes, y aunque los otros dos parecían querer guardar algo de su inmerecida recompensa, el otro niño, el más pequeño, insistía en malfurriar su pequeña fortuna en unos muñecos que, quizás prohibitivos para los padres, habían permanecido inalcanzables hasta hoy para él. Cuando me ha contado la anécdota me ha hecho mucha gracia; nunca sabes cuánto le hacían falta esos 50 euros al que los haya perdido, pero sospecho que los más necesitados se manejan con billetes de 5, 10 y 20 a lo sumo, y que el que los haya perdido no lo recordará (quizás) dentro de unos cuantos años, tal vez meses, pero esos tres niños jamás olvidarán, en su vida esta mañana de domingo. Ya no me acuerdo de cuándo fue la última vez que perdí dinero por la calle, pero sí que es la primera vez que pienso que a lo mejor se lo encontró un grupo de niños, cosa que me alegraría mogollón. Veréis, para unos niños de esa edad 50 euros deben ser el equivalente a 3.000 euros de los nuestros, solo que si nosotros, seres responsables, encontrásemos (y decidiésemos hacer acopio de) ese dinero, seguro que lo emplearíamos en cubrir nuestras carencias más urgentes, y el resto lo ahorraríamos para menesteres ulteriores; los niños, no; los niños lo disfrutan todo. Doy por hecho que luego lo cascarán en casa (de alguna forma habrá que justificar la colección de Messis que te has traído a casa), y quizás los castiguen por quemar todo el dinero, o por no comerse la comida después del empaste triple de helados que se han fumado, pero apuesto a que les dará igual. Al final mi mujer y yo hemos coincidido en que todos los niños alguna vez en su vida, se merecerían encontrarse una «pequeña fortuna» que dilapidar en un día, como si el ratoncito Pérez existiera.
Después la conversación ha derivado en cosas prohibitivas que élla y yo teníamos de pequeños, y nos hemos acordado de aquellos pequeños manjares de Domingo de Ramos; estoy hablando de esos dulces que se colgaban en el ramo aquel, que solo los encontrabas en tiendas por esas fechas del año, como el turrón en Navidad, y que además tenían un precio súper prohibitivo, como el turrón de Navidad. Al menos así lo recordamos Susana y yo. ¿Os acordáis esos paraguas de chocolate?. Era el día pues de la venganza para los padres. Te compraban solo cinco o seis, los colgaban en el ramo, te prohibían si quiera olerlos antes de terminar la comida (que tenías que comerte entera, te gustara o no; ese día aprovechaban para hacerme pescado; y de postre fruta, de la de pelar a cuchillo, nada de plátanos), y tenías que tragarte la jodida misa y sin rechistar; además siempre había algún hijoputa (que además solía ser el/la más moñas) al que le dejaban catar los dulces durante la misa, y parecía que te los pasaba por los morros; aquel día era el más agridulce del año: era escaso premio aquel manjar para todas las lecciones que, en un curso acelerado, nos obligaban a tomar nuestros padres: austeridad en los lujos, paciencia, disciplina, bendición y aprecio de los alimentos que vamos a tomar, y por supuesto autocontrol. Mucho autocontrol. Para comerte cinco o seis, que a veces compartías con algún familiar que te pedía un bocado (esa era la lección del apéndice… ¡cuidado!, ¡un fallo aquí te podía costar el resto de los dulces!), y que te hacían llorar con desconsuelo cuando tu dulce favorito se partía indebidamente al morderlo y acababa en el suelo. Siempre me faltó valor (aunque lo planificaba cada Domingo de Ramos para el siguiente) para plantarme un día ante mis familiares y soltarles aquello de: «¿por seis dulces?, ¿por seis putos dulces?; ¡por seis gominolas de mierda se va a portar bien y a comerse todo el pescado Jesucristo!; el ramico os lo podéis ir metiendo por el culo; ¡ah!, y se me olvidaba: ¡a misa de doce va a ir vuestra puta madre!». A toro pasado creo que muchas veces me hubieran salido más baratas esas cuatro hostias que me hubiera ganado que los seis dulces que tanto sobrevaloraba. Por eso mi mujer y yo hemos decidido para el próximo Domingo de Ramos nos vamos a comprar 50 euros de paraguas de chocolate y nos los vamos a zampar antes de la comida mientras los saboreamos al ritmo de «¡me cagüen el Pentateuco, qué buenos están!». De hecho es posible que no comamos otra cosa, y que me acabe limpiando el culo con el ramo de Pascua. Por cierto, ¿algún católico sabe cuándo cae Domingo de Ramos?. El síndrome de abstinencia que me provocaron aquellos dulces me advierte de que toca ya muy pronto.